Imagino las sensaciones que puede experimentar un viajero al entrar en la iglesia de Valverde de la Vera de Plasencia en la provincia de Cáceres; si se dirige al ábside verá detrás del altar dos hornacinas con arco de medio punto abiertas en los muros laterales con sendas estatuas yacentes: una mujer en el nicho de la derecha y un hombre en el de la izquierda; el viajero ya habrá visto varios enterramientos en catedrales e iglesias, reparará en los estragos del paso del tiempo y seguirá paseando por este interesante templo parroquial de hermoso nombre, Santa María de Fuentes Claras, de finales del siglo XV o comienzos del XVI.
Pero si el viajero es curioso, amante del arte y de la Historia, ya habrá observado antes de entrar que se trata de un recinto religioso-militar, que la iglesia está construida dentro de un castillo en ruinas y que aprovecha tres de sus torreones como campanario, ábside, antigua sacristía y camarín; y, si es intuitivo y sensible, notará que algo no funciona y no está en su sitio. Subirá los escalones, se acercará a las figuras y allí agravará su desconcierto al verlas deterioradas, rotas sus partes y mal compuestas; le disgustará en especial ver los rostros: desfigurado el del hombre por los golpes, mejor conservado el de la mujer, pero con la nariz y los labios rotos, lo que es una lástima porque es muy grácil y hermosa; lamentará la desidia de su estado y querrá saber quiénes son los protagonistas del sepulcro. Intento vano, porque no hay ninguna inscripción que los identifique, lo que le parecerá muy extraño ya que todos los monumentos fúnebres la tienen, es una de las claves para procurarse la inmortalidad terrena; le llamará gratamente la atención el observar que los personajes no se describen muertos, sino acostados cómodamente, con la parte superior del cuerpo levemente incorporada sobre grandes almohadones sostenidos por pajes decapitados, cada uno del mismo sexo que su señor y leyendo ambos un libro (¿será la Biblia, un poemario?…); visten lujosamente y son muy coquetos, en especial el hombre que luce con orgullo y sin complejos un turbante; probablemente recordará el viajero el sepulcro del Doncel de Sigüenza, también de alabastro e igualmente medio incorporado leyendo un libro. Sabrá que son figuras del gótico tardío o del primer Renacimiento, por su descripción y enaltecimiento del cuerpo con cierta ingenuidad, inocencia, encanto y por sus vestidos. Sonreirá al descubrir la figura, a los pies del hombre, de una simpática perrita allí colocada encima de otros bloques de restos del monumento.
El retablo que está a su lado es barroco y el viajero leerá sin problemas la fecha de fabricación en la parte inferior izquierda; es doscientos años más moderno que las figuras y se molestan mutuamente a pesar de que son obras notables, o quizá por eso; el protagonismo se lo lleva, obviamente, el ostentoso retablo, pero el viajero es obstinado y quiere saber más sobre las figuras; reparará en los dos pares de escudos adosados en lo alto de los muros del ábside, que es hexagonal; ya los ha visto en la semiderruida torre del homenaje, convertida en escenario de un auditorio, en la picota, en los soportales de la encantadora plaza del pueblo… y caerá en la cuenta de que Valverde, a pesar de ser hoy un pequeño pueblo, fue la cabecera de un señorío medieval y que sin duda las estatuas, que ya han ganado su aprecio, representan a sus nobles dueños.
Una mujer, que le ha abierto la puerta del templo y mostrado su pequeño museo, observa sus movimientos desde la sacristía; el viajero le pregunta sobre las figuras: son los Condes de Nieva, le dirá ella.
Entonces cae en la cuenta de que así se llama la calle por la que ha entrado en la localidad. Antes de salir del templo les echa una última mirada; el alabastro, les da un brillo y una finura especiales, a pesar del polvo, pero su fragilidad les ha hecho romperse y deteriorarse más fácilmente. Se pregunta por su autor, sin duda un artista de primera línea del Gótico final y primer Renacimiento, contemporáneo de Siloé, Almonacid, Vasco de la Zarza… ¿Qué hace una obra tan importante en un pequeño pueblo y en estas condiciones. Hay una puerta muy pequeña junto al arcosolio de la condesa, porque una obra posterior a su construcción alzó el nivel del suelo y le ha tapiado su mitad inferior y vuelve a preguntar hacia dónde conduce. “Es un túnel que va hasta las afueras del pueblo, pero ya no se puede andar por él”. El viajero se sonríe por dentro: ¿cuántos pueblos de España tienen túneles ocultos según el imaginario popular?…
Ya en el atrio vuelve a disgustarse por las consecuencias del descuido y los estragos del tiempo; la fachada principal, al sur, tiene el precioso alfiz roto: lo destrozaron para construir un pórtico que ya no existe; se adivinan las figuras pintadas de dos airosos ángeles casi totalmente desvanecidas; hay un inoportuno farol encima del arco y la sacristía es un anexo poco adecuado; sin embargo, dos encantadoras ventanas de la primera época del edificio salvan con su belleza otros inconvenientes. La cornisa, al igual que los arcos del interior de la nave, se adorna con una orla de esferas de piedra, el pomateado típico de la época de los Reyes Católicos.
Es el momento de despedir al viajero que, antes de bajar hacia la plaza del pueblo, dirige al templo una última mirada: ¡cuánto encanto y entrañable sabor, a pesar de todo, en esta iglesia de Valverde!
A lo largo de los años he procurado reunir información sobre los misteriosos protagonistas de este relato y, bien porque los estudios de sus efigies son escasos y someros o porque su perfil histórico es casi desconocido y además el apego del pueblo hacia ellos no es muy grande, su memoria se pierde casi totalmente en la niebla de la leyenda y el oscuro pasado.
AQUÍ YACE EL MUY NOBLE Y MAGNÍFICO SEÑOR DON DIEGO LÓPEZ DE ZÚÑIGA, CONDE DE NIEVA, SEÑOR DESTA VILLA DE VALVERDE, NIETO DEL REY DON CARLOS DE NAVARRA, DE LEGÍTIMO MATRIMONIO, Y DE DIEGO LÓPEZ DE ZÚÑIGA, JUSTICIA MAYOR DE CASTILLA, HIJO DE ÍÑIGO ARISTA DE ZÚÑIGA, Y DE LA INFANTA DOÑA JUANA SU MUGER.
AQUÍ YACE LA MUY NOBLE SEÑORA, DE LOABLE MEMORIA, DOÑA LEONOR NIÑO, SEÑORA DESTA VILLA DE VALVERDE, HIJA DE LOS MAGNÍFICOS SEÑORES DON PEDRO NIÑO, CONDE DE HUELNA, Y DE LA CONDESA DOÑA BEATRIZ SU MUGER, BISNIETA DE LOS REYES DE CASTILLA, DON ENRIQUE, Y DON PEDRO, REY DE PORTUGAL, TODO DE LEGÍTIMO MATRIMONIO. FALLECIÓ A 9 DÍAS DE ENERO AÑO DE 69.
La familia Zúñiga, extensa y ramificada, era una de las más influyentes y poderosas de España en la época que nos ocupa (siglo XV); emparentada con los reyes navarros, había conseguido sus privilegios mediante la cercanía a los centros del poder, el servicio a los reyes en la guerra y la política y su estrategia matrimonial; a ella pertenecieron primeras figuras de la nobleza, las armas, la cultura (recordemos el Cancionero de Stúñiga) y el poder eclesiástico.
El nombre de Diego López de Zúñiga se presta a confusión porque fueron bastantes los miembros de esta familia que lo llevaron. A nosotros nos interesa en primer lugar el que fue abuelo del de Valverde y que, como decía la inscripción, fue ministro de Justicia del rey castellano Juan II; el “Diego” que llegaría más alto fue, sin duda, un bisnieto del nuestro, ya en tiempos de Felipe II, que consiguió nada menos que ser virrey de Perú; su vida es novelesca y misteriosa; puso el nombre de Valverde a la que es hoy una de las ciudades más importante del país sudamericano, pero fue destruida por un terremoto y rebautizada con el nombre de la provincia en que estaba: Ica.
Merece la pena mencionar al padre de nuestro protagonista, Íñigo Arista, posible autor de las célebres coplas de La Panadera en las que se menciona a la comarca de la Vera.
Nos quedamos ya con el nuestro ; había conseguido el Señorío a través de su esposa Leonor, que lo heredó de su padre Pedro Niño, anterior señor de Valverde, figura muy interesante y poco conocida de nuestra historia que podría considerarse como el prototipo de caballero medieval por sus hazañas, lances amorosos y vida cuajada de aventuras. Su biografía la narró en El Victorial un servidor suyo, Gutiérre Díez de Llanes; es casi un libro de caballería que ya puede encontrarse en la red.
Diego y Leonor, descendientes de reyes, criados en ambientes cultos y elitistas, deciden fijar su residencia y ser enterrados en Valverde de la Vera de Plasencia (ciudad gobernada también por otro Zúñiga primo suyo). Son miembros de familias poderosas que “por apaciguar discordias emparentaron”. Remodelaron el castillo y su palacio; fueron los señores de esta fértil y hermosa tierra de la Vera Alta que entonces era próspera y prometedora; habitaba en ella una muy numerosa población judía, señal evidente de actividad administrativa, artesanal y comercial hasta su expulsión en 1.492, cuando gobernaba el Señorío Doña Francisca, nieta de los condes.
Este lugar fue elegido muy posiblemente por Diego y Leonor como su panteón; ignoramos si el encargo de los monumentos fue suyo, de su hijo Pedro o de su nieta Francisca. Pensaron estar unidos para siempre en el centro del recinto sin imaginar que su poder no era eterno y que años más tarde alguien olvidaría para qué se había construido la capilla y quien la costeó y, dado que sus efigies significaban un estorbo entre el altar y los fieles, los quitarían de su emplazamiento sin miramiento ninguno, los separarían a golpes colocándolos en sendas hornacinas, no sin antes trocearlos con saña porque sus figuras eran más largas que el hueco de la pared.
Una vez realizado el plano general fotografío los detalles: los bloques de frontales labrados con cenefas y florestas (dicen los técnicos que son propios del gótico hispanoflamenco) y el “lebrel” colocado a los pies de Diego; veo que es una encantadora perrita y recuerdo un reportaje de una revista de arte sobre el monumento fúnebre de Ilaria de Carretto realizado en mármol entre los años 1.406 y 1.407 por Jacopo della Quercia que se encuentra en la catedral de la italiana Luca; de este monumento dice Vasari que “ Trabajando con diligencia, a los pies de ella, hizo en la misma piedra un perro en relieve, por la fidelidad prestada a su marido”. Indagando más tarde en la red descubriría el mausoleo de los Reyes de Navarra Carlos III y Leonor de Trastamara, en la catedral de Pamplona: la reina tiene dos canes a sus pies. Deduzco entonces que la perrita debería estar acompañando a la condesa. Me centro en el busto del conde y analizo su atuendo: lo más llamativo es el turbante; no recuerdo ninguna estatua funeraria en España que lo tenga; y su lujosa camisa con bordados, tapada a medio cuerpo por una especie de mantita que cubre a ambos, y el libro. Diego López de Zúñiga no quiere que se le recuerde como hombre de armas revestido de aureola épica y poder: él está en su cama, entre almohadones sujetados por un paje, ricamente vestido y leyendo un libro al lado de su mujer. La figura es tan atípica que un autor ha sugerido que en realidad el enterramiento es de dos mujeres, incapaz tal vez de imaginar a un caballero español despojado de sus atributos de poder y fuerza, en una actitud tan poco heroica. Este noble quiere pasar a la posteridad como un humanista elegante y culto. El rostro, totalmente desfigurado a golpes. El paje decapitado, de escala reducida al igual que la mujer que acompaña a la condesa, sujeta su almohadón.
Vuelvo a la condesa: el escultor ha descrito un modelo de vestuario muy concreto, nada convencional, que a pesar de cubrir todo su cuerpo, incluso la cabeza y el cuello, con aparente recato, destaca una figura muy sugerente y sensual; los golpes que le rompieron la nariz y destrozaron los labios no han borrado su encanto, belleza y juventud, a pesar de que murió a los 64 años; algunos autores hablan de un collar de tres vueltas, cuando en realidad son pliegues de la toca que la envuelve; las manos, tan hermosas, no solo sujetan el libro, sino que nos señalan con el índice de la derecha un texto, o una página concreta, sin que podamos saber de qué se trata.
Antes de marcharme regreso por última vez al nicho de la izquierda y observo la figura de Diego por el lado opuesto al espectador; el bloque de alabastro está cortado en un plano recto al igual que el de su mujer; no descubro si fueron esculpidos en el mismo bloque y fueron separados cuando destrozaron el monumento o si se trabajaron de forma independiente. Detrás del conde hay grandes trozos de piedra labrada tirados por el nicho entre polvo y tierra; les toco, hay uno que en un extremo tiene algo diferente; me acerco, repaso con las manos y compruebo que son letras. La fotografía nos depara a veces estas sorpresas: es un resto de inscripción, aquella que según los autores se había perdido para siempre.
Con la ayuda de un turista coloco el bloque para fotografiarlo; ahora el reportaje alcanza el mayor nivel de emoción; no puedo interpretar el texto y espero hacerlo en casa una vez revelado el negativo de blanco y negro en el laboratorio casero. La pieza es de gran interés, con la inscripción de preciosos caracteres antiguos, separados por una especie de cordón central; pienso que estaría a los pies de las figuras, puesto que en el otro lado se sitúan los sirvientes, quedando así en primer plano ante el espectador; deduzco que lógicamente podrán encontrarse más piezas de la inscripción; ya en mi domicilio puedo leer, con dificultad, algunas palabras del texto: “Castilla…”, “Zúñiga…”, pero nada más.
Ignoramos también en qué época y por qué se cambió el monumento de sitio y si fue en ese instante cuando sufrió tanto deterioro o son dos procesos distintos; resulta poco probable que los descendientes de los condes consintieran tal descalabro y su influencia permanece en Valverde hasta el siglo XIX. Lo mismo ocurre con el castillo, totalmente en ruinas, y el palacio, desaparecido sin dejar rastro (¿). Llama la atención la falta de noticias sobre estos sucesos, tan importantes en la historia y el patrimonio locales; o, quién sabe, igual nadie lo hizo porque tales pérdidas no se consideraban relevantes. En los inventarios de la parroquia, desde el siglo XVI, se incluyen las imágenes religiosas que han llegado hasta nosotros y se siguen restaurando, pero no se menciona a las estatuas de Leonor y Diego. Hay un momento posible, aunque no seguro, para situar el desastre: la guerra de la Independencia, en 1811, cuando las tropas francesas utilizan la iglesia de prisión; quizá su furor contra el antiguo régimen o la búsqueda de algún tesoro propiciaron el desastre.
¿Y los cuerpos? Cuando se descubrió una cripta bajo el ábside, en 1.807, no se hallaron ni parece probable que se encuentren bajo las efigies en el emplazamiento actual.
Los valverdanos les han visto toda su vida allí abandonados en el fondo de la iglesia; a lo lejos, sus figuras casi fantasmagóricas resultan poco gratas, casi lúgubres. La relación con los descendientes de los condes no existe; ignoramos si alguien se atribuye actualmente su linaje y, si es así, no parece que le preocupe mucho. En algún lugar de España ha de haber documentos que nos aclararían algunas de las dudas que he expuesto. Efectivamente los condes representan un modelo de sociedad que nadie añora, lo que ocurrirá en el futuro con el nuestro, pero si aplicásemos ese baremo, ¿por qué conservar Las Meninas o El Entierro del Conde de Orgaz? En el arte nos importan las formas, el espíritu de su tiempo y ese halo de belleza y trascendencia que el artista supo plasmar; los comitentes siempre pasan a segundo plano.
Todos los historiadores y entendidos hablan de que el autor de esta obra es “de primera línea”. En la cercana Plasencia el enigmático Rodrigo Alemán tallaba el coro de la catedral y también el de Yuste, aunque hay otros talleres posibles ¿Y si figurase el nombre del autor en algunos de los bloques amontonados?
No puede ser que sigamos teniendo relegados a los condes en su oscuro y lejano rincón; no está bien esa indiferencia por la Historia y el Arte. Valverde tiene que asumir su pasado y defender su patrimonio para enfocar con éxito el porvenir. Extremadura no puede olvidarse del que es, posiblemente, el mejor ejemplo de enterramiento señorial que posee.
En algún lugar de la iglesia, sin molestar demasiado, se debería encontrar un sitio para juntarlos y armar el puzle de las piezas que componen el sepulcro; tal vez así encontremos respuesta a los interrogantes planteados. Posarán maltrechos e incompletos, pero aún nos hablarán de nuestro pasado, meditaremos y nos conmoverán, pues aún conservan gran parte de su espíritu.
Y, quién sabe, permitidme que sueñe y fantasee, algún día volverán a lucir recién compuestos, totalmente restaurada cada parte, el paje y la doncella habrán recuperado sus cabecitas, la nariz y los labios de Leonor serán perfectos, Diego habrá rehecho su fisonomía y la inscripción rezará entera para dar la razón a aquel autor del siglo XVII ( López de Haro) que la salvó para siempre.
BIBLIOGRAFÍA:
. BUENO ROCHA, JOSÉ: Notas históricas de Valverde de la Vera. Valverde, 1.995.
. CORREAS PEÑA, ÁNGEL: Historia del Señorío de Valverde de la Vera. Asociación Cultural “Amigos de la Vera”. Consejería de Cultura y Patrimonio, 1.998.
. FERNÁNDEZ SÁNCHEZ, MANUEL V.: El Empalao. Valverde, 2.005.
. GARCÍA MOGOLLÓN, FLORENCIO JAVIER: Viaje artístico por los pueblos de la Vera (Cáceres). Madrid, 1.988.
. MAYERO HIGUERO, SUSANA: Estudio Histórico y artístico de Valverde de la Vera. Valverde, 2.007.
. MONTERO APARICIO, DOMINGO: Arte religioso de la Vera de Plasencia. Universidad de Salamanca, 1.975.
. NOVOA PÉREZ, JOSÉ MANUEL: Vasallos, señores y concejos en la Vera de Plasencia. Fundación Academia Europea de Yuste, 2.009.
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